viernes, 21 de agosto de 2020

Biografía de San Vicente de Paúl

Mochila de Misión: Caminando hacia la santidad

Revisar mi vida me lleva siempre a recordar cómo empezó la misión en mí y de qué manera Dios ha ido plasmando su sello en cada momento y tiempo. Dios ha hecho está obra y es él quien la continua, de ello estoy convencido, por eso este primer capítulo hablaré de mí, para que me conozcas un poco y quizá encuentres alguna similitud de mi fe y experiencia en tu vida.

Me llamó Vicente De Paúl. Nací el 24 de abril de 1581, es quizá lo más probable. No tengo certeza, pero confío en muchos que han intentado dar con la fecha de mi nacimiento. Seguro aprendes en el colegio, que antiguamente no era necesario recordar la fecha de tu nacimiento, mucho menos celebrar un cumpleaños. Nací en Pouy, Francia. Era una bella zona campesina, llena de verdor en la primeravera y fríos inviernos. Tuve cinco hermanos, yo fui el tercero. Mis papás fueron personas maravillosas, sencillas. Muy trabajadoras como toda la buena gente del campo. Me gustaba correr en los pastos, ver a las ovejas y los atardeceres en mi pequeño pueblo. Mis papás y un viejo amigo de la familia, un juez, el Sr. De Comet, vieron en mí una promesa e impulsaron mi vocación hacia el sacerdocio, en un tiempo en que ser sacerdote era más una profesión que una vocación. Mis papás hicieron un gran esfuerzo por enviarme a estudiar a colegio internado en Dax. Las cosas fueron bien, no me fue nada mal en los estudios, al contrario, decían que era muy destacado. Sin embargo, no sé si el ver una nueva realidad a la que yo no pertenecía me hizo sentir vergüenza de mis orígenes al punto que una vez rechace a mi padre, en una visita que me hacía al colegio…

Ya en mi adolescencia y juventud continúe estudios en diferentes ciudades, estudios de teología y filosofía para ser sacerdote y poder así ayudar a mi familia. Me sentía poderoso y que podría comerme el mundo. El tiempo era corto y acelere los procesos de mis estudios para ordenarme sacerdote el 24 de septiembre de 1600. ¡Tenía solo 19 años! Y sinceramente no tenía la mínima idea de lo que esto implicaba en mi vida a donde me llevaría Dios a través de este servicio.

Fui buscando compensaciones económicas y cargos, así me habían dicho que sería ser sacerdote. Viajé por varios lugares, esperando favores y llevándome a ciertas aventuras, pero Dios no quería eso para mí. Los años pasaban y me sentía vacío por dentro. Poco a poco fui retomando el camino. Un amigo me ayudó a ser uno de los capellanes de una ex Reina, y por una petición, Dios me permitió tener una gran crisis, que me llevó a repensar mi vida y que había logrado hasta allí. No cumplía aún 30 años, y sentía que no había logrado nada. Decidí dejarme guía por Dios, y lo hizo a través de grandes maestros, a quienes toda la vida, les rendí gratitud: Pedro Burelle, Andrés Duval y San Francisco de Sales.

Poco a poco me hicieron darme cuenta que Dios quería algo distinto de mí, pero aún sentía miedo. Así fui caminando por otros rumbos. ¡Cómo olvidar mi primera parroquia! ¡Mi querido Clichy! ¡Cómo olvidarme de gente tan buena y tan sencilla! Jamás pude olvidar este momento, menos aún conocí allí a un monaguillo, que se convertirá en gran colaborador de la Misión: Antonio Portail.

Continúe mi camino y acepté con mucho dolor un gran cambio. Me llevaron de Capellán de una familia muy acomodada, los Gondi a quienes siempre les guarde gratitud y afecto, especialmente a la buena Señora Margarita. Un día, en una pequeña villa llamada Folleville, ella me mostró, de la manera más real la necesidad espiritual de la gente del campo, de aquellos pequeños de Dios que habían sido abandonados. Era 1617 y ya me iba convenciendo que Dios no había permitido que sea sacerdote, para ascender económicamente, sino que tenía una misión mayor para mí. Pasaron los meses y la necesidad de una familia, hizo conmoverme y contagiar a otros de estás grandes necesidades. Vi de cerca la caridad, caridad que podría venir incluso de los que menos tenían, pero que era necesario organizar, y así sin querer fundamos junto con otras mujeres la primera Cofradía de la Caridad. 

Mis grandes amigos ayudaron a modelar mi humanidad. Poco a poco empecé a tener experiencias de Misión, junto con otros sacerdotes me fui dando cuenta del bien que se puede hacer y de la necesidad de llenar el mundo de Cristo. Los años iban pasando y con mucho temor, decidí emprenderme en la fundación que impulsó mis fuerzas y energías durante toda mi vida, la Congregación de la Misión. ¡Era una locura! Pero recibí la ayuda de la Providencia a través de los esposos Gondi. Poco a poco fui convenciendo a otros hombres que esto que fui viviendo y experimentando no era algo solo mío, sino de Dios.

Conocí a una gran mujer que necesitaba de mi acompañamiento espiritual y yo necesitaba de su impulso de caridad. Juntos nos fuimos dando cuenta de otras necesidades y que solos no las íbamos a poder cubrir. A ella la impulsó el Espíritu Santo, a mí la obediencia al Padre y juntos fundamos una Congregación, para aliviar las necesidades espirituales y materiales de los más pobres. Así, en 1633, nacieron las Hijas de la Caridad, que con el tiempo fueron la Congregación femenina más numerosa en el planeta.

Los años fueron pasando y las necesidades se hicieron más grandes. Vi el dolor y las consecuencias de la guerra y la peste: el hambre, la orfandad, la enfermedad y el sufrimiento. No deje de trabajar nunca por aliviar estás situaciones de los hombres, y poco a poco, estás obras, cruzaron las fronteras de Francia en donde necesitaban de la Misión y de la Caridad de Jesucristo.

La experiencia ayudó a clarificar la raíz de los problemas y plantear soluciones. La vivencia de los misioneros me hizo ver algunas actitudes necesarias para aquellos que buscaban apasionarse de este servicio: la sencillez, la humildad, la mansedumbre, la mortificación y el celo apostólico. Los años que siguieron no fueron fáciles, Francia casi siempre estuvo en Guerra y las necesidades no cesaban. Fui amigo de reyes y obispos, de grandes santos con quienes compartí mi experiencia de la búsqueda de mi propia santidad, fui amigo de los pobres, y jamás pude detener ni cansarme de atenderlos. Fui feliz, con una vida creativa de mucho trabajo, hasta que la vejez fue llegando a mí y el Señor me recibió en su Reino un 27 de septiembre de 1660.

Hoy, luego de casi cuatro siglos, sigo convencido que la santidad es encontrar qué es aquello que Dios quiere para tu vida. Por eso te invito a descubrir, amar y hacer realidad tu vocación. Lo qué sigue lo construirás tú, junto con Dios, a veces no haciendo grandes cosas, como tal vez me tocó a mí, pero sí lo irás forjando, convencido que creas una experiencia nueva, que poco a poco se construye un santo nuevo, y Dios te da la oportunidad de ser feliz, y eso no te detendrá jamás.

 Hno Vero Urbina Verona, CM 

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